Mi abuelo tenía una frase que me sigue taladrando la cabeza:
“Más vale ser un hijo de la chingada que un hijo de la confianza.”
La decía con una convicción que rayaba en lo poético… a su manera. Lo explicaba así: “en una fiesta, al de confianza lo sientan hasta atrás, lo sirven al último. Si se acaba la comida, pues ni modo, ya sabes que no se va a enojar. Pero al otro, al incómodo, mejor lo atiendes rápido. Porque si no, arma un desmadre.”
Por años pensé que era una forma ruda de ver la vida. Hoy creo que tenía razón.
En estos días me he topado una y otra vez con la cara menos romántica de la confianza. Esa que, en lugar de generar seguridad, genera descuido. La confianza como excusa para dejar de esforzarse. Como pretexto para no agradecer, para no dar lo mejor, para no estar realmente presentes.
Un amigo me contaba hace poco cómo, con los años, la persona que le ayuda en casa dejó de hacer bien su trabajo. Ya no mueve los muebles, ya no limpia igual. Pero sí cobra puntual. Y cuando le dice algo, le responde como si le estuviera haciendo un favor. Porque sabe que la relación está “segura”. Que no la van a correr.
Y eso me hizo pensar. Porque en mi propia empresa, pequeña, cercana, como familia —eso me gusta pensar al menos—, he notado que algunos colaboradores que antes se desvivían por aportar valor, hoy se molestan si se les pide algo extra. Como si dar lo mejor ya fuera opcional.
Y ahí es donde me entró la autocrítica.
¿Hasta qué punto mi propio liderazgo ha alimentado esta zona de confort?
¿He confundido cercanía con permisividad?
¿He dejado de poner límites claros por miedo a romper el “buen ambiente”?
No tengo respuestas definitivas. Solo preguntas que incomodan.
Pero sé que esta reflexión no se limita al trabajo.
En la pareja también ocurre. Y en la familia. Cuando te das cuenta, estás compartiendo casa con alguien a quien ya no miras de verdad. A quien ya no le dices gracias. A quien interrumpes, ignoras o das por hecho. Porque “ya sabe que lo quiero”, “ya sabe que estoy aquí”. Y justo por eso dejamos de hacer el esfuerzo que hacíamos al principio. Dejamos de conquistar. Dejamos de cuidar.
La neurociencia tiene un término para esto: habituación. El cerebro, para ser eficiente, reduce la atención a estímulos repetidos. Lo peligroso es que aplica también a las personas. Cuando nos volvemos “estímulos conocidos”, el otro deja de vernos. Literalmente. Ya no hay esfuerzo, ya no hay novedad, ya no hay presencia.
Desde la psicología también se ha estudiado lo que se llama desensibilización relacional. Cuando la relación es “segura”, se reduce la motivación para cuidar al otro. Es paradójico: cuanto más te quiero, menos me esfuerzo… porque ya te tengo. Y eso no debería ser así.
Entonces sí, tal vez mi abuelo tenía razón.
A veces es mejor ser el incómodo que exige, que hace notar su ausencia, que mantiene su estándar. Porque cuando nos volvemos “el de confianza”, corremos el riesgo de volvernos invisibles. Y eso, en el trabajo, en la casa o en el amor, es el principio del desgaste.
Hoy creo que la confianza no es una garantía. Es una inversión.
Y como toda inversión, hay que cuidarla, renovarla, alimentarla.
Ser jefe no me exime de poner límites.
Ser pareja no me da derecho a dejar de cuidar.
Ser papá no me da licencia para estar ausente.
Y ser “de confianza” no me da permiso para hacer menos.
¿A quién estás dejando de cuidar por confianza? ¿Y cuánto tiempo más vas a seguir dando por hecho lo que más valoras?