La herencia más difícil de romper no es la genética, es la emocional

1ª entrega de la serie: Criar sin repetir la historia.

Hay una conversación que se repite con varios de mis amigos que están por ser papás. Empieza con cierta complicidad, una risa nerviosa y una pregunta que incomoda más de lo que parece: ¿te has perdonado ya por haber creído que tus papás eran perfectos?

Y no es para atacar ni juzgar, sino para poner el dedo donde duele. Para muchos, nuestra infancia no fue trágica, pero sí confusa. Llenos de silencios incómodos, gritos normalizados, frases que se colaron hasta el fondo y todavía suenan sin querer. Cosas como “no llores”, “así es la vida”, “porque yo lo digo”. Cosas que parecen pequeñas, pero que moldean enteros sistemas de creencias. La crianza que muchos recibimos fue más un acto de supervivencia emocional que de acompañamiento consciente.

Aceptar eso no es traicionar a tus papás. No se trata de señalarlos con el dedo, sino de mirar tu historia con los ojos abiertos. De dejar de idealizar para poder evolucionar. Porque mientras no lo hagas, mientras sigas creyendo que eso “era normal”, vas a repetirlo. Y cuando tengas hijos, ya no habrá a quién echarle la culpa. Porque parte de lo que ellos serán, será gracias —o a pesar— de ti.

Lo más fácil sería pensar que con dar comida, techo y escuela ya cumpliste. Pero criar no es solo proveer, es generar contexto. Es construir un entorno donde se sientan seguros, escuchados, validados. Donde puedan probar y fallar sin miedo, donde el amor no dependa de su conducta ni el castigo se disfrace de corrección. El verdadero “insumo” de la paternidad no es la cuna, es el ejemplo. Lo que ven, lo que escuchan, lo que absorben incluso cuando no dices nada.

La neurociencia ya lo tiene claro: el entorno moldea mucho más que los genes. Lo explica Pedro Bekinschtein en 100% Cerebro, donde detalla cómo las experiencias influyen directamente en la estructura y funcionamiento del cerebro, particularmente durante la infancia. Y esto no se queda solo en lo fisiológico. Philippa Perry, psicoterapeuta y autora de El libro que ojalá tus padres hubieran leído, lo traduce al vínculo: lo que más transforma a un niño no es que no te equivoques, sino que sepa que estás dispuesto a reparar, a pedir perdón, a mirarlo de verdad.

Y aquí es donde la cosa se pone más compleja. Porque no vamos a criar sin errores. Todos los días vamos a fallar. A veces gritaremos, diremos algo que no queríamos decir, ignoraremos lo que no entendimos. El punto no es fingir que no pasó. El punto es detenernos al final del día y hacernos cargo.

Yo lo he empezado a hacer así: cuando algo me incomoda del día, cuando siento que me equivoqué con mi hijo, me doy cinco minutos y me pregunto: ¿qué fue exactamente lo que pasó?, ¿qué sentí yo en ese momento?, ¿qué necesidad mía no estaba siendo cubierta?, ¿qué pudo sentir él?, ¿qué mensaje pudo interpretar?, ¿qué quiero hacer diferente mañana?

Y entonces, actúo. A veces es tan simple como decir: “ayer me enojé y te grité, pero no fue tu culpa. Estaba cansado, pero eso no justifica que te hablara así. Me equivoqué, y quiero que lo sepas”. Así, sin dramatismo, sin discursos. Solo haciéndome cargo.

Una escena que me pasa con frecuencia es cuando él está en medio de un berrinche. No por capricho, sino porque está abrumado. Yo me empiezo a enojar. Me sale ese “ya, ya” —ese tono cortante que usamos para decir “¡deja de llorar!”— y en ese momento me detengo. Respiro. Me recuerdo a mí mismo: “el que se tiene que controlar soy yo… yo soy su lugar seguro”. Entonces le digo: “¿quieres que te abrace?”. Y el 90% de las veces me dice que sí. Le digo: “entiendo que estés enojado, yo también lo estaría si no pudiera comer un dulce más”. A veces sigue molesto, pero poco a poco se va calmando. Y hay días que simplemente se queda dormido en mis brazos. Porque lo que tenía no era berrinche. Era sueño, cansancio, frustración, necesidad de contención. Y si yo no me hubiera recordado que él no necesita otro adulto fuera de control, sino un refugio, habría herido sus sentimientos sin querer.

La paternidad consciente no es perfecta. No se trata de tener siempre la razón, ni de criar hijos impecables. Se trata de mirar tus propias heridas y decidir que no quieres que sigan marcando el camino de los que vienen detrás. De romper con la historia que juraste no repetir, no solo con palabras, sino con acciones.

No todo está en el ADN. Lo que no se nombra, lo que no se sana, también se hereda. Y si no te haces cargo tú, se va a encargar la vida de tus hijos de hacerlo por ti. Y eso no es justo.

Así que la próxima vez que te sientas mal por algo que hiciste o dijiste como padre, no lo tapes. Respira. Piensa. Repara. Educar también es pedir perdón. Educar también es cambiar.

Y tú, ¿ya rompiste con la historia que juraste no repetir… o solo la estás reformulando en voz baja?

Bibliografía sugerida para padres que quieren hacerlo distinto:

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