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La gran mentira del talento innato

Hay padres que se desvelan preguntándose a qué clase deberían meter a sus hijos. ¿Música? ¿Fútbol? ¿Programación? ¿Chino mandarín, para que no se nos quede atrás? Parece que si no damos con “la habilidad natural” del niño a tiempo, lo estamos condenando a una vida mediocre. Pero… ¿y si el talento no existe como lo hemos creído?

Nos encanta la narrativa del genio predestinado. Que Messi ya traía el balón en los genes, que Mozart componía sin errores desde la cuna, que Einstein nació incomprendido por ser “demasiado brillante”. Historias bonitas, sí. Pero también, profundamente irresponsables.

Porque si creemos que el talento es algo con lo que se nace, entonces nos lavamos las manos: si mi hijo no aprende rápido, es porque no tiene “eso”. Si yo no soy creativo, es porque simplemente no se me dio. Y así —sin darnos cuenta— perpetuamos una cultura que valora la chispa más que la leña, el destello más que el trabajo, la aptitud más que la actitud.

Pero la ciencia ya no respalda esta visión romántica. Estudios en neurociencia cognitiva, como los del Dr. Michael Merzenich, pionero en neuroplasticidad, han demostrado que el cerebro no es una máquina con piezas fijas, sino una estructura moldeable que cambia con la experiencia. La práctica, el entorno y la intención moldean nuestras capacidades reales. Y esto no solo aplica en la infancia: también en adultos, incluso en edades avanzadas.

Y si queremos hablar de genética, vayamos al grano: el proyecto ENCODE (Encyclopedia of DNA Elements) y los estudios más recientes de epigenética muestran que el ADN por sí solo no determina el comportamiento ni las habilidades. Influye, claro. Pero la expresión de esos genes depende en gran medida del entorno, de la estimulación, del contexto emocional, de la nutrición, del lenguaje. No hay un “gen de la inteligencia”, ni del canto, ni del ajedrez.

Carol Dweck, psicóloga de Stanford, lo sintetizó con elegancia al hablar del “growth mindset” (mentalidad de crecimiento): las personas que creen que sus habilidades pueden desarrollarse con esfuerzo y aprendizaje tienden a tener un rendimiento más alto y sostenido que quienes creen que su capacidad está fija. Porque lo que crees que puedes desarrollar… es justo lo que te animas a trabajar.

Entonces, si seguimos promoviendo la idea del “talento innato”, lo que en realidad estamos haciendo es renunciar a nuestra responsabilidad como padres, educadores y adultos. Es más cómodo pensar que Santiago “no tiene oído musical” que aceptar que tal vez no tuvimos la paciencia, el tiempo o los recursos para acompañarlo a desarrollarlo. Es más fácil decir “yo no nací para eso” que asumir que lo dejaste de intentar cuando se puso difícil.

Claro que hay diferencias entre niños. No todos aprenden igual, ni al mismo ritmo. Pero no confundamos ritmo con destino. No confundamos facilidad con vocación. Porque si todo se definiera a los tres años, entonces el esfuerzo sería una pérdida de tiempo. Y no lo es. Nunca lo ha sido.

A mí esta idea me sacude. Porque me obliga a cambiar de pregunta. Ya no es: ¿en qué es bueno mi hijo? Sino: ¿qué estoy haciendo yo para que explore, se frustre, insista, aprenda, y se descubra capaz? Porque no basta con tener la mejor genética del mundo si creces en un entorno que no te da ni el espacio ni el aliento para explorarla.

La frase que me martilla últimamente es esa: “El esfuerzo vence al talento cuando el talento no se esfuerza.” Pero yo la modificaría: “El esfuerzo vence al talento… cuando hay alguien que cree en ti lo suficiente como para enseñarte a esforzarte.” Y eso, nos guste o no, empieza en casa.

Tal vez necesitamos menos cuentos de genios y más historias de papás y mamás que se comprometan con la práctica, la paciencia y el proceso. Que no se rindan cuando su hijo no se aprende las notas al tercer intento, ni lo etiqueten como “burro” cuando no resuelve un problema a la primera.

Porque si algo deberíamos heredar a nuestros hijos, no es una idea mágica sobre quiénes son, sino una convicción profunda de todo lo que pueden llegar a ser… si los acompañamos.

Y tú…

¿Qué habilidad abandonaste porque alguien —o tú mismo— te convenció de que no eras “bueno para eso”?