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“¿Qué harías si no hubiera nadie escuchando?”

Hace tiempo, en un momento particularmente oscuro de mi vida, me encontré rezando en una catedral por la salud de mi hermano. Ahí, en medio del eco de las plegarias, me vino a la mente una idea que me sacudió: “Nadie está arriba escuchando”. Fue como un rayo que me atravesó. De repente, comprendí que todo dependía de mí y lo que pudiera hacer por él, aquí, en este mundo, con mis manos, mis decisiones. Y justo ahí, empezó mi cuestionamiento.

Ya he mencionado antes en esta entrada cómo el creer en Dios nos ata a creencias limitantes, y cómo esa apuesta de fe puede hacernos más mal que bien. En aquella ocasión hablé de cómo muchas veces preferimos depositar nuestras responsabilidades en manos de lo divino, en lugar de enfrentarlas nosotros mismos. Hoy quiero llevar esa reflexión un paso más allá.

Crecí siendo lo que muchos llamarían “rata de templo”. En mi adolescencia, cuando me sentí solo, la iglesia fue mi refugio. Me sentía acompañado, y ahí fue donde conocí a mi primera novia. La iglesia, al final, está para eso: llenar vacíos, darnos un sentido de pertenencia, darnos respuestas fáciles. Pero, ¿a qué costo? La dependencia hacia un ser superior para enfrentar los grandes miedos de la vida –como la muerte– puede ser una trampa. Y yo caí en ella por mucho tiempo.

La fe en lo divino es cómoda. Frases como “Si Dios quiere”, “Dios proveerá”, “Dios aprieta, pero no ahorca” se cuelan en nuestro lenguaje cotidiano y nos alivian de tener que asumir la responsabilidad total de nuestras vidas. Al depositar nuestras esperanzas en algo más allá de nosotros, limitamos, casi sin darnos cuenta, nuestra capacidad de actuar y de tomar control de nuestro destino. Nos quedamos esperando que la solución venga de lo alto, cuando todo está aquí, frente a nosotros.

Asumir que esta es nuestra única vida y que no hay nada esperando después de la muerte es, para muchos, una perspectiva aterradora. Pero es también lo más liberador que podemos hacer. De repente, cada momento se convierte en algo único. Las oportunidades ya no se ven con el lente del “ya habrá otra vida para corregir los errores”, sino como eventos irrepetibles. La religión nació de nuestros miedos, de la necesidad de control y de respuestas fáciles, pero vivir sin esas ataduras nos permite algo que pocos se atreven a hacer: enfrentar esos miedos y vivir sin cadenas.

Claro, no fue fácil. Decir “No hay vida después de la muerte”, “Nadie me juzgará cuando muera” puede dar vértigo. ¿De qué sirve ser bueno, entonces? El peligro es caer en la trampa de pensar que “nada importa”. Pero en realidad, todo importa más que nunca. Si no hay un dios vigilante, entonces nuestra responsabilidad es aún mayor. Somos nosotros, como seres humanos, quienes determinamos nuestra vida y el impacto que dejamos en los demás. Somos animales sociales, y nuestras acciones afectan a la comunidad, al entorno. La bondad no necesita recompensa divina. Ser responsable de nuestras vidas y de los demás es el verdadero desafío, el verdadero acto de valor.

Y ahí está la clave. Cuando dejamos de depender de una idea superior, es cuando realmente tomamos control de nuestra vida. Elegimos lo que queremos hacer, cómo queremos disfrutar de este viaje, con todas las caídas, errores, amores, desamores y éxitos que vienen en el paquete. Yo lo llamo vivir la “Full human experience”. Vivir todas esas experiencias que nos hacen humanos, sin la promesa de una vida eterna que nos exime de aprender y crecer aquí y ahora.

Y tú, si supieras que nadie está escuchando, que todo depende de ti, ¿qué harías diferente hoy?

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