Reparar también educa

4ª entrega de la serie: Criar sin repetir la historia.

Hay algo que no me dijeron cuando nació mi hijo:
que me iba a equivocar más veces de las que me sentía preparado para admitir.

No hablo de errores grandes, de esos que se cuentan en sobremesas con lágrimas y redención.
Hablo de esos momentos pequeños, cotidianos, en los que por cansancio, por miedo o por instinto, terminas diciendo o haciendo lo que no querías. Con la intensidad que no querías. En el momento que menos querías.

Hace unos días, íbamos caminando en la plaza. Santi iba feliz, platicándome una de sus historias, tan metido en su mundo que no se dio cuenta de que había un escalón.
Yo le dije: “¡Hay un escalón!”, pero él no me escuchó.
Y cuando vi que estaba a punto de caerse, mi cuerpo reaccionó más rápido que mi mente: le di un jalón en el hombro.
No se cayó.
Pero me miró con ojos llorosos y me dijo:
“Me lastimaste.”

Ahí me partí.

Pude haberle dicho: “¡Pero te estoy cuidando!”, o peor, la típica frase heredada: “¡Pues para la otra te caes!”.
Pero me agaché, lo abracé y le dije:
“Perdón, sí te jalé fuerte. Me asusté. No quería que te cayeras. Si te lastimé, lo siento mucho.”

Y entendí que lo más importante que puedo enseñarle no es a evitar todos los golpes, sino a tener un lugar al que volver cuando se duela.

Más tarde ese mismo día, jugando en una silla, se cayó justo después de que le dijera “no te pongas en la orilla”. Esta vez, no llegué.
Y pensé: definitivamente hoy te tocaba caerte.
Pero ahí estuve, para explicarle, para escucharlo, para ayudarlo a resignificar.
Y ahí se vuelve claro: no siempre lo voy a poder salvar. Pero sí puedo estar. Y reparar.

En su libro El cerebro del niño, Daniel J. Siegel y Tina Payne Bryson explican que cuando los adultos reconocemos nuestros errores, se activa un proceso de integración emocional y de aprendizaje profundo en los niños. El simple acto de decir “me equivoqué” modela autorregulación y empatía:

“No se trata de evitar rupturas, sino de saber repararlas. La reparación es una de las experiencias más importantes que un niño puede tener.”
Siegel & Bryson, 2011

Philippa Perry, en El libro que ojalá tus padres hubieran leído, lo dice sin rodeos:

“No hay padres perfectos, pero sí padres que saben pedir perdón. Y eso cambia todo.”

Los niños no necesitan figuras de autoridad impecables.
Necesitan adultos reales, que se hacen cargo de lo que provocan.

Pedir perdón es enseñarle a tu hijo que equivocarse no te vuelve menos digno, que no se ama menos cuando uno falla, y que las relaciones sanas no se basan en la perfección, sino en la reparación.

Marshall Rosenberg, creador de la Comunicación No Violenta, lo plantea así:

“Cuando alguien se lastima en una relación, el simple acto de reconocer el dolor y responsabilizarse sin justificarse puede sanar más que cualquier explicación.”

Nos da miedo pedir perdón porque creemos que perdemos autoridad.
Pero es justo al revés: ganamos humanidad, credibilidad y respeto verdadero.

Y por eso hoy te invito a mirar hacia atrás.
¿Hubo algo que dijiste o hiciste que lastimó a tu hijo?
¿Lo hiciste desde el miedo, desde la prisa, desde el cansancio?
¿Podrías volver y decirle: “Perdón, no era mi intención, ¿podemos empezar de nuevo?”?

Hazlo.
Porque reparar también educa.
Y deja huellas profundas, pero de las que no duelen. De las que abrazan.

¿Y tú? ¿Qué prefieres que tu hijo recuerde: que siempre tuviste la razón… o que siempre supiste volver cuando te habías alejado.

Herramientas para seguir trabajando:

Referencias para seguir explorando:

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